Cuando uno piensa en esa bella estampa silenciosa formada por cientos de velas iluminando la fe y la esperanza de nuestra familia. Cuando uno ve las decenas de pequeñas manos inocentes sujetando una vela en el mismo lugar donde cada día juegan con sus compañeros de Colegio. Cuando uno ve aparecer la luna depués de una tarde de lluvia cerrada, y se siente arropado por cientos de personas que comparten un mismo espíritu y una misma ilusión. Entonces, una vez más entonces, uno se siente gigante y repleto de esa fe que mueve el mundo, derrota tempestades y mueve montañas. Y entonces, una vez más entonces, resulta preciso dar gracias a Dios, que detuvo el diluvio durante unas horas para permitir elevar nuestras peticiones y entregar en forma de luz de velas una plegaria que indudablemente llegará al rincón adecuado de los corazones más fríos.
Sería egoista dar gracias a Dios solamente por haber detenido la lluvia cuando más lo necesitabamos. Y es que cada día que me levanto debería dar gracias a Dios por haber nacido en España, por haberme dado todas las oportunidades, por disfrutar de hijos sanos y buenos, y por muchas cosas más, entre ellas tener la posibilidad de acudir cada día a ese lugar que se llama La Enseñanza, y subir esa cuesta que me lleva hasta la atalaya de la ilusión, al altiplano donde se encuentran las almas indelebles de tantos niños que han crecido física y espiritualmente detrás de los gruesos muros del Colegio.
Ese mismo Colegio al que han puesto fecha de caducidad en base a no sé cuál, a no sé qué plan de reestructuración, a no sé que idea de responsabilidad. Y no entiendo nada o casi nada, porque resulta difícil comprender cualquier explicación de orden económico o de organización, cuando la realidad manifiesta de forma evidente un proyecto educativo vivo, que crece de día en día y que mantiene a sus espaldas la ilusión de un montón de familias que creen indubitadamente que ese es el camino para una sociedad mejor.
Entonces hay momentos en que uno siente más lejos a ese Dios bueno, y que piensa en esa canción que dice : "Pa que tanto trabajo, que pongan más bajos los techos del cielo, por mucho que salto no llego, me faltan un par de dedos. Que faltan valores y sobran principios fingidos..." Pero solo un momento, un pequeño instante de debilidad, porque a continuación nos llega un soplo de aire nuevo que nos inunda de una fe inquebrantable, y la serena confianza de que vamos a alcanzar aquello en lo que creemos y por lo que cada mañana nos levantamos dispuestos a sufrir y a esforzarnos, sabiendo que, tras la verja, nuestros hijos se encuentran a buen recaudo, disfrutando y aprendiendo, y formándose en los valores de ese humanismo cristiano que tanto tiene que aportar a una sociedad cada día más deshumanizada.
Gracias... ¡bendita tu luz!
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